Espiritualidad

Introducción

La espiritualidad de la Tercera Orden Secular quiere estar anclada en el misterio sacrosanto de la Encarnación, el misterio del Verbo hecho carne en el seno de la Santísima Virgen María. De modo tal que podemos decir que nuestra espiritualidad se deriva de la Persona del Verbo y de su Madre, para que, en el Espíritu Santo, podamos unirnos al Padre. De la explanación del misterio del Verbo encarnado brotan todos los principios de la vida espiritual de nuestra Familia Religiosa, según consta en el Directorio de Espiritualidad.

Primacía de Jesucristo

En nuestras vidas y acciones debe primar “el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios[1], de tal manera vividos que no debemos anteponer nada a su amor.

Preexistencia de la Persona del verbo

Confesando la eternidad, distinción y divinidad de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, queremos alimentar nuestro deseo de abandonarnos enteramente a la voluntad de beneplácito de Dios, nuestro amor a la Trinidad y a los hombres creados por Dios a su imagen y semejanza[2].

El misterio del Verbo Encarnado

Su Primera Venida obrada por el Espíritu Santo en las entrañas de la Virgen nos debe llevar a suma docilidad al mismo Espíritu y amor entrañable a su Madre y Madre nuestra. Basados en el misterio de la Encarnación, obrado por el Espíritu en María Virgen, debemos cantar siempre las misericordias de Dios[3] porque “por la Encarnación del Verbo se hace creíble la inmortalidad de la dicha”[4], debemos tener clara conciencia de que sin Jesucristo nada podemos[5], y debemos propender, con todas nuestras fuerzas, a adelantar siempre en la virtud.

Jesucristo es el Camino (cf. Jn 14,5) para ir al Padre y nadie va al Padre sino por Él.[6] Tiene el único nombre por el cual podemos ser salvos (Act 4,12). Es el que hace que la Iglesia sea un “sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”[7]. Es el que sostiene todos los dogmas de la Iglesia, ya que es “la verdad que incluye todas las demás”[8]. Es el que nos muestra la primacía y el peso de la eternidad sobre toda realidad temporal. Saber que Jesús es verdadero Dios nos debe mover a practicar las virtudes de la trascendencia: fe, esperanza y caridad, a dar importancia insustituible a la vida de oración y a la necesidad de las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu. El hacerse hombre es “el misterio primero y fundamental de Jesucristo[9]” y “Dios no estuvo nunca tan cercano del hombre y el hombre jamás estuvo tan cercano a Dios como precisamente en ese momento: en el instante del misterio de la Encarnación”[10]. Saber que Jesús es verdadero hombre nos debe mover a considerar que nada de lo auténticamente humano nos es extraño sabiéndolo asumir[11], a amar en Él a todo hombre y a todo el hombre, a practicar las virtudes mortificativas del anonadarse. Saber que en Él se unen indisolublemente ambas naturalezas nos debe mover a reconocer la doble realidad de gracia y naturaleza, sin mala mezcla, a practicar las virtudes aparentemente opuestas, sin caer en falsos dualismos, lo superior asumiendo lo inferior. Saber buscar siempre la mayor gloria de Dios y la salvación de los hombres, que es el fin de la Encarnación.

Su Vida terrena. Desde el mismo instante de la encarnación nos da ejemplo de entrega sacerdotal al Padre que debemos imitar nosotros; en el seno de María ya estamos presentes nosotros por el principio de koinonía enseñándonos a depender totalmente de su Madre; en su Vida oculta nos enseña a crecer, a trabajar, a hacer silencio, a estar sujetos[12], a vivir con alegría festiva[13]; todas sus palabras y todas sus acciones son alimento para nuestra espiritualidad.

Su Salida de este mundo. De manera especial, el misterio Pascual de nuestro Señor es fuente inexhausta de espiritualidad. Su Pasión, Muerte, descenso a los infiernos, Resurrección deben iluminar nuestras vidas siempre. Debemos ser especialistas en la sabiduría de la cruz, en el amor a la cruz y en la alegría de la cruz.

Su Vida gloriosa. El hecho espléndido de que Cristo resucitó nos debe llevar a vivir como resucitados, a vivir según la Ley Nueva el Espíritu Santo, la libertad de los hijos de Dios propia del hombre nuevo, con inmensa alegría, en especial el domingo, sabiendo hacer fiesta, con gran compromiso por la misión.

Su Vida mística. Es la maravilla de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, alimentada por la Palabra de Dios, Una, Santa, Católica misionera y ecuménica, Apostólica, enriquecida y apoyada en las tres cosas blancas.

Su Segunda Venida. La certeza de que el Señor está viniendo y que hacia Él estamos caminando. Un día volverá en poder y majestad, resucitará a los muertos, presidirá el juicio final y la innovación del universo.

Todas las otras partes de este documento están inspiradas en el Directorio de Espiritualidad y se entienden a la luz del mismo, con las adaptaciones pertinentes a la vida laical. Hemos querido dar una preponderancia absoluta a la parte espiritual porque entendemos que así lo pide nuestro carisma, de modo tal que debe considerarse como texto doctrinal que sirva de fundamento para los artículos constitucionales y punto de referencia para las posibles modificaciones que los tiempos vayan exigiendo y para aplicar lo contenido en este directorio a las nuevas circunstancias.

En fin, quisiéramos que nuestra espiritualidad pudiera ser sintetizada así:

No, Jesús o María; no, María o Jesús.
Ni Jesús sin María; ni María sin Jesús.
No sólo Jesús, también María; ni sólo María, también Jesús.
Siempre Jesús y María; siempre María y Jesús.

A María por Jesús: He ahí a tu Madre (Jn 19, 27).
A Jesús por María: Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).

Primero, Jesús, el Dios-hombre;
pero luego María, la Madre de Dios.
Él, Cabeza; Ella Cuello; nosotros, Cuerpo.

Todo por Jesús y por María;
con Jesús y con María;
en Jesús y en María;
para Jesús y para María.

En fin, sencillamente: Jesús y María; María y Jesús.

Y por Cristo, al Padre, en el Espíritu Santo.

 

Citas:

[1] Evangelii Nuntiandi, 22.

[2] Cf. Gen 1, 26.

[3] Cf. Sal 89,1.

[4] SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XIII, 9.

[5] Cf. Jn 15,5.

[6] Cf. Jn 14,6.

[7] Lumen Gentium, 1.

[8] BEATO JUAN PABLO II, Alocución, en la visita al Pontificio Ateneo Antonianum de Roma, a los profesores y alumnos 16/01/1982), 5; OR (31/01/1982), p. 19.

[9] BEATO JUAN PABLO II, Alocución Dominical (06/09/1981), 1; OR (13/09/1981), p. 1.

[10] BEATO JUAN PABLO II, Alocución Dominical (02/08/1981), 2; OR (09/08/1981), p. 1.

[11] “Lo que no fue tomado tampoco fue redimido”, cf. Ad Gentes, 3, nota 15.

[12] Cf. Lc 2,51.

[13] Cf. Lc 2,42.

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